La Paz

por | 13 Oct 2021 | De libros, Pensamiento

A comienzos de septiembre asistí a un concierto a cargo del Petrarca Ensemble: Laura Fernández Alcalde (soprano) y María Luz Martínez (laúd renacentista) hicieron un auténtico regalo de bellas canciones, delicadas a veces y otras con más carácter, a los asistentes al concierto de cierre del festival Sierra Musical 2021. Llevaba varios días esperando el momento, hacía mucho tiempo que no escuchaba a Laura y nunca había asistido a un concierto de este proyecto. Aquella música fue definitivamente transportadora y de una dimensión poética a la que no estamos acostumbrados. Desde luego, fue un auténtico viaje personal y además el entorno ayudó a esta introspección; la parroquia de la Purísima Concepción, en Los Molinos, nos acogía. Y elijo el verbo acoger porque este tipo de edificios está hecho para eso, para dar al fiel esa sensación de abrazo, de lugar de reunión y también se lo dio a la música y a los devotos que éramos los invitados a crearla o a apreciarla (o ambas acciones están entrelazadas como poco, ya que cada persona crea su propia experiencia de la música).

El caso es que estar en aquella iglesia, y en concreto en las últimas  filas junto a la gente que se apuntó a venir también conmigo, tras superar el nervio que me causó llegar un poco justos de hora – fue difícil aparcar en el pueblo, tardamos un poco en encontrarnos ambas parejas, veinte minutos apenas para tomar algo en una terraza, muchas cosas que contar en los primeros minutos de reencuentro, venga acabaros la cerveza de un trago que igual nos quedamos sin sitio… – estar allí, me transportó a un recuerdo de infancia o adolescencia en familia. Hubo un tiempo en que íbamos a misa, bien los domingos en la mañana o – apostaría que esta opción fue la más exitosa – los sábados por la tarde. Yo había hecho la comunión un poco más tarde que la gente de mi clase, como a los diez años, y quizá ese “extra de madurez” me permitía tratar de involucrarme un poco más en el rito. Mi padre y mi madre nos habían educado en la existencia de la religión cristiana, pero también en la crítica a muchos de sus aspectos más seculares, así que lo más sencillo y directo era unirse al plan, asistir a la misa y construir tu propia experiencia.

En la misa, trataba de entender todo, pero confieso (se me viene este verbo quizá por afinidad con el contexto) que ya fuera por la deficiente megafonía o porque me perdía cuando íbamos por Cartas a los Corintios y ese tipo de propuestas) que la única parte de la misa  en la que lograba sentir algo era el momento de darse la mano, de darse la paz.

Recuerdo algo así como “dijo Jesús a sus apóstoles, la paz os dejo, mi paz os doy”. Y después añade el cura “daos como hermanos la paz”. Y esta es la pauta para que nos demos la mano con los de al lado (o incluso un besito cándido si vas en familia) y después ocurra el milagro: las personas de  delante, de las que solo conocías la nuca y los hombros, se dan la vuelta y te deseas la paz con dos o incluso tres de los que tienes más cerca, y tú con ese subidón de endorfinas del buen rollo y de por fin un poco de calor humano, te das también la vuelta y deseas la paz a los que tienes detrás, observando por muy breves segundos, qué tipo de personas son, cómo de calientes tienen la mano, quizá si nos miramos a los ojos, intuyendo algo de su presencia a la vez que de nuestros labios sale un murmullo que vendría a decir “la paz sea contigo”, pero que individualmente ya nos preocupamos de que sea un murmullo ininteligible de iglesia.

Pues bien, este acto que no duraría más de diez segundos, y creo que quizás me paso, era mi momento favorito. Deseaba que llegara y cuando sucedía, me concentraba en desear lo mejor a las personas con las que intercambiaba mi apretón de manos y pensaba que si todo el mundo se diera la paz una vez al día, las cosas irían bastante mejor. Lo que pasa es que era un momento muy corto, ¡no duraba nada! Yo hubiera deseado que rompiéramos a cantar y a mover nuestros brazos, ¡sí! como si nos poseyera el poder del góspel, abriendo nuestros pechos a la bendición del señor, oh sí… Pero no. En realidad no pasaba nada más emocionante. Quedaba después un ratito más de misa antes de que el cura dijera aquel “podéis ir en paz”, y la masa empezara a recitar algo muy rápido que nunca comprendí y después nos desplazáramos también en leve murmullo hacia la puerta del templo, para salir por donde habíamos entrado.

Años después conocí el libro Religión para ateos, de Alain de Botton y me declaré de acuerdo con él. Como mucha gente de mi generación, o de este tiempo, he podido elegir prescindir de una religión que a generaciones anteriores le fue impuesta, con una serie de implicaciones muy poco deseables, y me alegro. Sin embargo, una parte de mi  persona carece de esos rituales y en algunos momentos, o de alguna manera, los echa de menos. Puede que incluso no sea consciente de todo lo que los necesito. La danza y sus alrededores sin duda me han dado muchos rituales; el ritual de la clase, sus preparativos y la misma clase de danza; el ritual del teatro, del escenario, de todas las fases de  poner algo en escena. Y el ritual de asistir a un concierto, por supuesto; todos ellos me han dado sostén y sentido a la existencia. Pero así es, coincido con este escritor en que hemos perdido algunos espacios para la espiritualidad que nos correspondían, y que venían muy bien. Pienso por ejemplo en la posibilidad de ir a la iglesia a encontrarte con esa figura materna a la que llorar y mostrar tu desconsuelo. Y también pienso en el acto de reunirse en la iglesia (porque Ekklesia, del griego, quería decir reunión de gente originalmente) para compartir las historias que son la base de unas creencias comunes y que, al ser compartidas, nos hacen reflexionar y reafirmarnos en lo que creemos y en lo que queremos ser. Sí, estoy de acuerdo con esa primera iglesia cristiana mucho más pura que las sucesivas mutaciones que la han seguido a lo largo de los siglos.

De este concierto me llevo entonces muchísimas cosas. Además de una bellísima sensación de cascada musical, que fue creciendo a lo largo de una rica colección de canciones – poema, que todavía reverbera por algún lugar de aquí dentro, y de muchas ganas de leer poesía renacentista, he recuperado aquel anhelo infantil de dar la paz a través del contacto, algo que sin duda encontraría años después en la danza contemporánea. Y por otro lado, me complace que todo esto haya sucedido en una iglesia y gracias al concierto de dos mujeres. Ya solo me queda invitaros a que os giréis  y descubráis al que tenéis detrás, y  os deis como hermanos – y como hermanas, y como hermanes – la paz.

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